Recientemente una cadena de televisión hacía pública una encuesta en la que el 93% de la población española estaba en contra de la prolongación de la vida laboral hasta los 67 años. Claro; lo que a uno le extraña de esta encuesta es que haya un 7% de españoles que estén a favor. Pero, como dice un viejo refrán español, no se puede sorber y lamer al mismo tiempo; o trabajamos más o la caja se nos quedará vacía.
Hace ahora cien años, la esperanza de vida de un español medio era de aproximadamente 40 años. Aquellos hombres y mujeres no disfrutaban de los beneficios sociales de una sana jubilación, básicamente porque no hubieran llegado a cumplir los años precisos para este fin (salvo que la jubilación fuera a los 35, cosa harto difícil por entonces).
La edad en la que una persona abandona la actividad laboral en estos últimos años está rondando los 61 años. Pensemos que, para una mujer con una vida prevista en la actualidad de 82 años, esto significa que el Estado (que se nos olvida que somos todos) debe cubrir las necesidades mínimas vitales de esa persona, gastos de sanidad incluidos, durante más de 20 años. En sus inicios, esta prestación estaba pensada para cubrir los últimos cinco años de vida de una persona.
Según cálculos precisos, salvo desastre personal y social, cuando quien les escribe se pueda jubilar la esperanza de vida de un hombre español será de 83 años. Hemos de entender que la esperanza de vida computa toda la vida de una persona, incluyendo en ese valor medio a todos aquellos que fallecen antes de llegar a esa edad; es decir que quienes cumplan 65 años tendrán más posibilidades de llegar, y también superar, los 83 años de esperanza media.
La jubilación viene a ser un plan de pensiones en el que el Estado, en función de nuestras aportaciones, nos garantiza unos determinados ingresos hasta el final de nuestros días. Pero si efectivamente fuera un plan de pensiones, como los que de carácter privado suscribimos para completar o mejorar (quiera Dios que no sean para salvaguardar) nuestra pretendida jubilación, la institución financiera correspondiente nos revertirá justo lo que hayamos aportado más los intereses devengados, ni más ni menos. Es lógico, ¿no? ¿Y cómo es que pretendemos que con la Administración Pública suceda de manera diferente? Pienso que estamos en lo de siempre: lo que es de todos no es de nadie y el Estado nos tiene que garantizar nuestros supuestos derechos, aunque sea materialmente inviable. Por cierto, en un plan privado de pensiones a uno le cuentan sus aportaciones desde el preciso momento en que lo contrata, no con respecto a lo que haya ingresado en los últimos años. ¿Por qué con lo público queremos que suceda distinto de lo que aceptamos y entendemos en el ámbito privado? Digo esto porque la racionalidad económica no nos va a permitir otro escenario que el de que lo que cobremos, cuando nos jubilemos, se corresponda con toda la vida laboral de un cotizante y ponemos el grito en el cielo porque se pretende elevar ese cómputo a los últimos 25 años de vida laboral. No puede ser de otro modo, salvo que consigamos que el dinero salga de debajo de las piedras (no lo he intentado pero lo imagino harto difícil).
No se vaya usted a pensar, querido lector, que quien suscribe estas líneas no estaría mucho más satisfecho si pudiera jubilarse con 50 ó 52 años como tantos compatriotas han hecho durante los dos últimos decenios en nuestro país; me encantaría. De ese modo podría dedicarme a hacer quizá lo mismo que ahora hago, pero con la tranquilidad de desempeñar una tarea por el mero placer de ser útil y aprovechar las limitadas capacidades que uno tiene, sin más obligación. Casi todas las actividades que nos nacen de modo voluntario son mucho más gratificantes que aquellas en las que no nos queda más remedio que desempeñarlas para poder ganarnos el sustento diario; es condición humana.
Igual que con toda persona que me inspira aprecio o cariño, entre las que me incluyo, si su ventura jubilar se ha producido con más presteza de la habitual, me alegro y mucho, pero nunca dejo de pensar y de decir que, desde un punto de vista económico y social, es un despropósito. No es soportable ni asumible. Imaginemos que las cuotas a la Seguridad Social, con la intención de cubrir la jubilación, se sufragaran mediante un impuesto municipal y que cada ayuntamiento llevara a cabo la prestación correspondiente a sus pobladores. Pensemos, por ejemplo, en un ayuntamiento de 100 vecinos en donde 25 son menores de 25 años, 50 son potencialmente activos y 25 jubilados. Cada vecino en activo tiene que cubrir todos los gastos vitales de otro vecino, es decir tiene que trabajar para él mismo y para otro, y la esperanza de vida de estos residentes es de 85 años. ¿Cree usted que ese ayuntamiento se podría permitir que sus vecinos dejaran su vida laboral a los 61 años? No, ¿verdad? Pues vayámonos a dentro de 30 años, multipliquemos esa cifra por 480.000 y ese mismo escenario será el que presida nuestra sociedad. Y no quiero pensar en el modo en que mirarían determinados vecinos “activos” a todos los jubilosos viendo que cada vez cumplen más años…
Por supuesto que es muy reivindicativo, muy “social”, y todo lo maravilloso que queramos, el estar en contra de la ampliación de la edad de jubilación. Al escribir estas líneas parece que uno estuviera echando piedras contra su propio tejado, pues lo políticamente correcto es defender que nos paguen, cuanto más y por menos, mejor. Insisto, me encantaría poder jubilarme mañana mismo, como a cualquiera, pero tengo claro que este año la fecha de jubilación quedará en 67 años y que irá subiendo paulatinamente a 68, 69 y, seguramente, a los 70 el día en que, si llego allá, pueda jubilarme.
La conclusión de la idea que quiero transmitirle es que, como en muchas otras circunstancias de nuestras vidas, lo mejor suele ser enemigo de lo posible y aquí, con nuestras pensiones, o jugamos todos o rompemos la baraja. Yo no quiero que se rompa; ¿usted?
Hace ahora cien años, la esperanza de vida de un español medio era de aproximadamente 40 años. Aquellos hombres y mujeres no disfrutaban de los beneficios sociales de una sana jubilación, básicamente porque no hubieran llegado a cumplir los años precisos para este fin (salvo que la jubilación fuera a los 35, cosa harto difícil por entonces).
La edad en la que una persona abandona la actividad laboral en estos últimos años está rondando los 61 años. Pensemos que, para una mujer con una vida prevista en la actualidad de 82 años, esto significa que el Estado (que se nos olvida que somos todos) debe cubrir las necesidades mínimas vitales de esa persona, gastos de sanidad incluidos, durante más de 20 años. En sus inicios, esta prestación estaba pensada para cubrir los últimos cinco años de vida de una persona.
Según cálculos precisos, salvo desastre personal y social, cuando quien les escribe se pueda jubilar la esperanza de vida de un hombre español será de 83 años. Hemos de entender que la esperanza de vida computa toda la vida de una persona, incluyendo en ese valor medio a todos aquellos que fallecen antes de llegar a esa edad; es decir que quienes cumplan 65 años tendrán más posibilidades de llegar, y también superar, los 83 años de esperanza media.
La jubilación viene a ser un plan de pensiones en el que el Estado, en función de nuestras aportaciones, nos garantiza unos determinados ingresos hasta el final de nuestros días. Pero si efectivamente fuera un plan de pensiones, como los que de carácter privado suscribimos para completar o mejorar (quiera Dios que no sean para salvaguardar) nuestra pretendida jubilación, la institución financiera correspondiente nos revertirá justo lo que hayamos aportado más los intereses devengados, ni más ni menos. Es lógico, ¿no? ¿Y cómo es que pretendemos que con la Administración Pública suceda de manera diferente? Pienso que estamos en lo de siempre: lo que es de todos no es de nadie y el Estado nos tiene que garantizar nuestros supuestos derechos, aunque sea materialmente inviable. Por cierto, en un plan privado de pensiones a uno le cuentan sus aportaciones desde el preciso momento en que lo contrata, no con respecto a lo que haya ingresado en los últimos años. ¿Por qué con lo público queremos que suceda distinto de lo que aceptamos y entendemos en el ámbito privado? Digo esto porque la racionalidad económica no nos va a permitir otro escenario que el de que lo que cobremos, cuando nos jubilemos, se corresponda con toda la vida laboral de un cotizante y ponemos el grito en el cielo porque se pretende elevar ese cómputo a los últimos 25 años de vida laboral. No puede ser de otro modo, salvo que consigamos que el dinero salga de debajo de las piedras (no lo he intentado pero lo imagino harto difícil).
No se vaya usted a pensar, querido lector, que quien suscribe estas líneas no estaría mucho más satisfecho si pudiera jubilarse con 50 ó 52 años como tantos compatriotas han hecho durante los dos últimos decenios en nuestro país; me encantaría. De ese modo podría dedicarme a hacer quizá lo mismo que ahora hago, pero con la tranquilidad de desempeñar una tarea por el mero placer de ser útil y aprovechar las limitadas capacidades que uno tiene, sin más obligación. Casi todas las actividades que nos nacen de modo voluntario son mucho más gratificantes que aquellas en las que no nos queda más remedio que desempeñarlas para poder ganarnos el sustento diario; es condición humana.
Igual que con toda persona que me inspira aprecio o cariño, entre las que me incluyo, si su ventura jubilar se ha producido con más presteza de la habitual, me alegro y mucho, pero nunca dejo de pensar y de decir que, desde un punto de vista económico y social, es un despropósito. No es soportable ni asumible. Imaginemos que las cuotas a la Seguridad Social, con la intención de cubrir la jubilación, se sufragaran mediante un impuesto municipal y que cada ayuntamiento llevara a cabo la prestación correspondiente a sus pobladores. Pensemos, por ejemplo, en un ayuntamiento de 100 vecinos en donde 25 son menores de 25 años, 50 son potencialmente activos y 25 jubilados. Cada vecino en activo tiene que cubrir todos los gastos vitales de otro vecino, es decir tiene que trabajar para él mismo y para otro, y la esperanza de vida de estos residentes es de 85 años. ¿Cree usted que ese ayuntamiento se podría permitir que sus vecinos dejaran su vida laboral a los 61 años? No, ¿verdad? Pues vayámonos a dentro de 30 años, multipliquemos esa cifra por 480.000 y ese mismo escenario será el que presida nuestra sociedad. Y no quiero pensar en el modo en que mirarían determinados vecinos “activos” a todos los jubilosos viendo que cada vez cumplen más años…
Por supuesto que es muy reivindicativo, muy “social”, y todo lo maravilloso que queramos, el estar en contra de la ampliación de la edad de jubilación. Al escribir estas líneas parece que uno estuviera echando piedras contra su propio tejado, pues lo políticamente correcto es defender que nos paguen, cuanto más y por menos, mejor. Insisto, me encantaría poder jubilarme mañana mismo, como a cualquiera, pero tengo claro que este año la fecha de jubilación quedará en 67 años y que irá subiendo paulatinamente a 68, 69 y, seguramente, a los 70 el día en que, si llego allá, pueda jubilarme.
La conclusión de la idea que quiero transmitirle es que, como en muchas otras circunstancias de nuestras vidas, lo mejor suele ser enemigo de lo posible y aquí, con nuestras pensiones, o jugamos todos o rompemos la baraja. Yo no quiero que se rompa; ¿usted?
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