Durante los últimos meses, sobre todo en las semanas previas a las elecciones, hemos podido disfrutar, sorprendernos y hartarnos de todo el despliegue político de nuestros candidatos. Esto forma parte de nuestras reglas democráticas y mediáticas y más o menos lo tenemos asumido. Nuestros políticos han ejercido como tales, es decir han prometido, han despreciado al contrario, han hecho repaso de todas sus acertadas gestiones unos, otros han tratado de ningunearlas, han inaugurado y se han enfrentado en buena lid por conseguir nuestros votos. Cada partido y cada persona han utilizado sus mejores armas, la oratoria más fina, la palabra y el gesto convincente y su compromiso por todo lo que habrá que hacer de ahí, desde el voto, en adelante.
Bien, pues ahí, precisamente, es desde donde tenemos que empezar a trabajar. Los ganadores dejarán de ser políticos para ser, además, gobernantes. Pero con eso sólo no nos vale. Necesitamos que los que gobiernen gestionen y que lo hagan lo antes posible para que sus políticas fructifiquen.
No sé muy bien por qué se dice que hay medidas que son impopulares y justamente esas medidas son las que, muchas veces, son las únicas que se pueden tomar. Lo impopular, señores míos, es no hacer lo que hay que hacer para que las aguas vuelvan a su cauce. Transmitamos de nuevo confianza al dinero del inversor (que ahora mismo está muerto de miedo), con ello activemos de nuevo la economía y generemos el deseado dorado del empleo con la máxima cantidad y calidad que sea posible.
Lo que pretendo decir es que, sean populares o impopulares, no los partidos, sino las políticas, lo que como sociedad queremos es que nuestros gobernantes se pongan a trabajar más antes que después. Muchas personas me comentaban, antes de las elecciones, lo siguiente: “Claro, entre ponte bien y estate quieto se nos pasa junio, luego vienen julio y agosto que son “inhábiles” y hasta mediados de septiembre u octubre no empezarán a actuar las diferentes consejerías y ayuntamientos.” Esto no nos puede pasar; cada día va a ser importantísimo para conseguir que entre todos salgamos adelante. Necesitamos de buenos gestores y que gobernantes y no gobernantes (ganadores y perdedores) se pongan de acuerdo para empujar todos a la vez y en la misma dirección.
Señores gobernantes, nos tienen que gestionar la reactivación económica, el impulso para que los que no tienen un empleo se formen adecuadamente en capacidades que hoy demanda el mercado, no las que demandaba hace cinco años; necesitamos que se activen políticas que incentiven la inversión; necesitamos que se reajusten todas las empresas públicas que no tienen sentido, o las partes sin sentido de esas empresas; necesitamos propuestas para que en las próximas elecciones se pueda ajustar el número de ayuntamientos en Cantabria para eliminar puestos duplicados que se puedan gestionar de modo más racional; necesitamos que todos los gastos superfluos de todas las administraciones públicas, sean del tipo que sean, se ajusten a lo necesario y adecuado a los tiempos que vivimos, no a los que hemos vivido; necesitamos que toda la inversión pública se active lo antes posible, con todos los rigores pero sin todos los frenos políticos habituales por un “quítame allá estas pajas”; necesitamos que quienes nos gobiernan nos trasmitan toda la credibilidad y honestidad de que su desempeño es con vocación de servicio a los demás sin otro tipo de intereses y también necesitamos que los que formamos parte de la sociedad civil seamos conscientes de que debemos trabajar más y mejor por conseguir cambiar la inercia que llevamos en los últimos años, exigiéndonos unos a otros lo mejor de nosotros mismos.
viernes, 16 de diciembre de 2011
Sexo, drogas y "Rockalcohol"
Hace tiempo que nos vienen anunciando que se van a adelantar las campañas de prevención sobre el consumo de drogas y alcohol a los niños de nueve y diez años. ¿No es un poco exagerada tanta antelación en la concienciación? Pues no; es espeluznante, pero parece que no. Sinceramente no sé cómo no se nos cae la vergüenza al conocer los datos sobre consumo de drogas y alcohol en cuerpos a medio hacer y en mentes que no saben qué mejor hacer. Los datos son perversos: más de medio millón de jóvenes entre 14 y 18 años se emborrachan todos los fines de semana, y casi un tercio de todos estos chavales han consumido cannabis en el último año. Es más, muchos de ellos lamentan las consecuencias violentas de sus borracheras o el haber mantenido relaciones sexuales que de otro modo ni se habrían planteado.
Con tantas menudencias por las que nos rasgamos las vestiduras a diario... y no somos capaces de movilizarnos, aunque sólo sea para pensar en qué hacemos mal como sociedad para que esto siga sucediendo cada vez a edades más tempranas. Ningún padre está libre de que sus hijos se lleguen a pasear por esos derroteros ( y yo el primero), pero debemos cuestionarnos que algo hacemos mal: el tiempo que (no) dedicamos a nuestros hijos, la falta de estímulos sociales que suplan la necesidad de emborracharse o de drogarse para ser lo que de otro modo no se atreven a ser. ¿Por qué no enseñamos a nuestros hijos a que uno se puede desinhibir sin la necesidad de drogas o de alcohol? ¿Por qué no dejamos de discutir tanto sobre políticas y el arte de los políticos para confundir a propios y extraños y nos dedicamos a debatir sobre el estilo de sociedad que queremos? ¿Por qué no preguntamos a los chavales qué les incita a beber, qué carencias tienen en sus vidas para necesitar recurrir a sustancias que adulteren su vida real? Nuestros gobernantes debieran de actuar consultando a la psicología y a la sociología modernas el porqué de estos comportamientos y las alternativas o soluciones que se deben habilitar para solucionarlos.
La realidad es que cuando somos jóvenes lo que más deseamos es ser aceptados, ser capaces de gustar a otros y en especial a ese “otr@” por quien estamos interesados. Muchos estudios constatan que prácticamente el 98% de los jóvenes que toman las calles todos los fines de semana lo hacen con la intención de “encontrar”, en un proceso continuo de búsqueda que, para algunos, nunca llega a terminar del todo. El problema surge cuando no tenemos la valentía, osadía o personalidad suficientes como para mostrarnos al mundo tal como somos, con nuestras maravillas e imperfecciones. Los jóvenes (y no tan jóvenes) se tienen que debatir entre el mundo ideal de los “triunfadores” de revistas y programas de TV y el mundo de todos los días con el que el 99,9% de los humanos tenemos que convivir.
¿Qué sociedad queremos para nuestros hijos? Como padres tenemos la mayor parte de la responsabilidad sobre el modo de proceder de nuestros hijos pero el entorno, desde la más estricta protección de las libertades, debe favorecer que los jóvenes en su proceso de búsqueda continua por conocer a “esa” persona o por darse a conocer, lo puedan hacer conscientes, no adulterados, libres, con sus cualidades plenas y disfrutando cada momento sin vergüenzas, temores, ansiedades, inseguridades y timideces que son el caldo de cultivo perfecto para que germinen todas estas sustancias distorsionadoras de la realidad.
Una infancia plena de buenas emociones y una juventud cargada de estímulos y retos por conseguir nos permitirán que el resto de nuestra vida no esté limitada por falta de afectos o exceso de artificios que limiten la felicidad que todos queremos y merecemos.
Con tantas menudencias por las que nos rasgamos las vestiduras a diario... y no somos capaces de movilizarnos, aunque sólo sea para pensar en qué hacemos mal como sociedad para que esto siga sucediendo cada vez a edades más tempranas. Ningún padre está libre de que sus hijos se lleguen a pasear por esos derroteros ( y yo el primero), pero debemos cuestionarnos que algo hacemos mal: el tiempo que (no) dedicamos a nuestros hijos, la falta de estímulos sociales que suplan la necesidad de emborracharse o de drogarse para ser lo que de otro modo no se atreven a ser. ¿Por qué no enseñamos a nuestros hijos a que uno se puede desinhibir sin la necesidad de drogas o de alcohol? ¿Por qué no dejamos de discutir tanto sobre políticas y el arte de los políticos para confundir a propios y extraños y nos dedicamos a debatir sobre el estilo de sociedad que queremos? ¿Por qué no preguntamos a los chavales qué les incita a beber, qué carencias tienen en sus vidas para necesitar recurrir a sustancias que adulteren su vida real? Nuestros gobernantes debieran de actuar consultando a la psicología y a la sociología modernas el porqué de estos comportamientos y las alternativas o soluciones que se deben habilitar para solucionarlos.
La realidad es que cuando somos jóvenes lo que más deseamos es ser aceptados, ser capaces de gustar a otros y en especial a ese “otr@” por quien estamos interesados. Muchos estudios constatan que prácticamente el 98% de los jóvenes que toman las calles todos los fines de semana lo hacen con la intención de “encontrar”, en un proceso continuo de búsqueda que, para algunos, nunca llega a terminar del todo. El problema surge cuando no tenemos la valentía, osadía o personalidad suficientes como para mostrarnos al mundo tal como somos, con nuestras maravillas e imperfecciones. Los jóvenes (y no tan jóvenes) se tienen que debatir entre el mundo ideal de los “triunfadores” de revistas y programas de TV y el mundo de todos los días con el que el 99,9% de los humanos tenemos que convivir.
¿Qué sociedad queremos para nuestros hijos? Como padres tenemos la mayor parte de la responsabilidad sobre el modo de proceder de nuestros hijos pero el entorno, desde la más estricta protección de las libertades, debe favorecer que los jóvenes en su proceso de búsqueda continua por conocer a “esa” persona o por darse a conocer, lo puedan hacer conscientes, no adulterados, libres, con sus cualidades plenas y disfrutando cada momento sin vergüenzas, temores, ansiedades, inseguridades y timideces que son el caldo de cultivo perfecto para que germinen todas estas sustancias distorsionadoras de la realidad.
Una infancia plena de buenas emociones y una juventud cargada de estímulos y retos por conseguir nos permitirán que el resto de nuestra vida no esté limitada por falta de afectos o exceso de artificios que limiten la felicidad que todos queremos y merecemos.
Del bienestar al bientrabajar
La vieja canción infantil de las tumbas, sin querer ser aguafiestas, se va a tener que cambiar por esta otra: “Déficits por aquí, déficits por allá, déficits, déficits, ja, ja, ja”. Igual pero sin las risas, porque la seriedad del tema no lo permite. Casi todas las Comunidades Autónomas de nuevo cuño político se están estrenando anunciando que además de vacía, la caja común está llena de agujeros y que tardaremos años en remendarlo. Hay una parte de verdad y otra de interés en que el punto de arranque de los nuevos gobernantes sea más que malo para más adelante venderlo como éxito propio, desde lo mal que estábamos. Lo cierto es que con algunas Cajas intervenidas, otras protegidas y las telarañas de las arcas públicas, podemos convenir que la gestión que se ha hecho de los dineros de todos ha sido pésima, continuista en la gestión de la abundancia en la escasez y con dineros no invertidos sino malgastados en prebendas, lujos innecesarios, extensas nóminas no necesarias y gastos de difícil justificación.
Si bien es cierto que la situación económica de los últimos cuatro años no ha sido para tirar cohetes, lo que no es menos cierto es que nuestros pobres gestores de la cosa pública nos han empobrecido a todos y el sacrosanto estado del bienestar vamos a tener que reconvertirlo en bientrabajar.
El estado del bienestar conceptualmente es el ideal máximo al que debemos aspirar como sociedad, sin duda; pero ¿quién paga ese bienestar? ¿Quién lo soporta? ¿Con el dinero de quién? ¿De dónde sale ese dinero que permite garantizar el bienestar? Pensiones, educación, sanidad, infraestructuras, seguridad, todo ello nos facilita el bienestar pero eso lo tenemos que pagar entre todos, pues todos somos los que conformamos el Estado. No es un ente abstracto, usted y yo somos parte de ese Estado y aquí o jugamos todos, mejor dicho o trabajamos todos, o rompemos la baraja del bienestar. Cuando desde determinadas instituciones y opciones políticas se reclaman más derechos, más coberturas sociales (que todos las queremos, yo el primero), lo que debemos pensar es: sí, pero con qué recursos y, por favor, no volvamos al triste recurso de los ricos. Si un Estado no favorece el libre mercado, el enriquecimiento de quien trabaja mejor o piensa mejor, llegaremos al buró político-social de las deseconomías del comunismo que nunca ha funcionado, pues es común para todos menos para las clases dirigentes que son las menos comunes de todas. El Estado, a quienes más ganan, tiene que detraerles parte de sus recursos para redistribuirlo entre los más desfavorecidos, pero siempre dando una de cal y otra de arena. Si vienen varias seguidas de cal, esos, los que más ganan, se irán a ganarlo a otro lugar que más convenga o simplemente lo guardarán debajo del ladrillo a esperar tiempos mejores. Así todos nos empobrecemos y los que peor lo pasan, entonces, son los que menos tienen; puede estar seguro.
Luego, si el Estado tiene que redistribuir la riqueza que impone a sus ciudadanos y estamos de acuerdo en que tiene que ser así, lo que no podemos permitir es que la gestión de los dineros públicos se haga pensando más en el beneficio de la clase gestora que en el de los administrados; eso es imperdonable y los llamados “mercados” así actúan: no perdonan la mala gestión de la cosa pública.
¿Qué tenemos que hacer? Reconocer que vamos a un estado del cuasi bienestar y que para que no lleguemos al estado del malestar, tenemos que bientrabajar y ser conscientes de que ahora toca esforzarnos más para conseguir un poco menos y mientras no seamos más eficientes no podremos conseguirlo.
Si bien es cierto que la situación económica de los últimos cuatro años no ha sido para tirar cohetes, lo que no es menos cierto es que nuestros pobres gestores de la cosa pública nos han empobrecido a todos y el sacrosanto estado del bienestar vamos a tener que reconvertirlo en bientrabajar.
El estado del bienestar conceptualmente es el ideal máximo al que debemos aspirar como sociedad, sin duda; pero ¿quién paga ese bienestar? ¿Quién lo soporta? ¿Con el dinero de quién? ¿De dónde sale ese dinero que permite garantizar el bienestar? Pensiones, educación, sanidad, infraestructuras, seguridad, todo ello nos facilita el bienestar pero eso lo tenemos que pagar entre todos, pues todos somos los que conformamos el Estado. No es un ente abstracto, usted y yo somos parte de ese Estado y aquí o jugamos todos, mejor dicho o trabajamos todos, o rompemos la baraja del bienestar. Cuando desde determinadas instituciones y opciones políticas se reclaman más derechos, más coberturas sociales (que todos las queremos, yo el primero), lo que debemos pensar es: sí, pero con qué recursos y, por favor, no volvamos al triste recurso de los ricos. Si un Estado no favorece el libre mercado, el enriquecimiento de quien trabaja mejor o piensa mejor, llegaremos al buró político-social de las deseconomías del comunismo que nunca ha funcionado, pues es común para todos menos para las clases dirigentes que son las menos comunes de todas. El Estado, a quienes más ganan, tiene que detraerles parte de sus recursos para redistribuirlo entre los más desfavorecidos, pero siempre dando una de cal y otra de arena. Si vienen varias seguidas de cal, esos, los que más ganan, se irán a ganarlo a otro lugar que más convenga o simplemente lo guardarán debajo del ladrillo a esperar tiempos mejores. Así todos nos empobrecemos y los que peor lo pasan, entonces, son los que menos tienen; puede estar seguro.
Luego, si el Estado tiene que redistribuir la riqueza que impone a sus ciudadanos y estamos de acuerdo en que tiene que ser así, lo que no podemos permitir es que la gestión de los dineros públicos se haga pensando más en el beneficio de la clase gestora que en el de los administrados; eso es imperdonable y los llamados “mercados” así actúan: no perdonan la mala gestión de la cosa pública.
¿Qué tenemos que hacer? Reconocer que vamos a un estado del cuasi bienestar y que para que no lleguemos al estado del malestar, tenemos que bientrabajar y ser conscientes de que ahora toca esforzarnos más para conseguir un poco menos y mientras no seamos más eficientes no podremos conseguirlo.
Grandes o cortas distancias
Aunque no se lo crea no voy a escribirle del AVE, no, pretendo referirme a otro tipo de distancias, a las que nos marcamos o pretendemos marcarnos para recorrer en nuestros objetivos personales o profesionales a lo largo de nuestra vida.
Quizá a usted le ha sucedido en alguna ocasión en que se ha puesto en viaje, en coche, a un lugar distante y una población que se encuentre a medio camino le parece una distancia adecuada, incluso su grado de fatiga en ese punto intermedio es normal, aceptable, está a medio camino de la distancia final que es su objetivo de llegada; en este caso un pueblo pequeño al comienzo del recorrido ni siquiera es tenido en cuenta como punto de referencia. Ahora bien cuando ese lugar intermedio se convierte en el punto de destino, el pequeño pueblo se convierte en un hito en nuestro camino y el destino en una meta lograda con esfuerzo y cansancio consumado. ¿Qué pretendo decir? Que todos, absolutamente todos, recorreremos el camino que nos hayamos trazado con las ganas y la energía que se correspondan con el objetivo, con la distancia que pretendamos o necesitemos recorrer y nos sentiremos más frescos, con independencia de lo que hayamos recorrido, en función del objetivo que nos hayamos marcado, estemos en el punto que estemos. Por este motivo grandes personajes en la Historia, y en nuestra pequeña historia del entorno particular de cada uno de nosotros, han sido capaces de conseguir grandes logros con un esfuerzo equivalente al que a nosotros nos hubiera dejado sin fuelle, pues nuestras ambiciones eran mucho más limitadas que las suyas.
Si en su recorrido una determinada población, un objetivo que para mi es destino, para usted es terreno de transición, usted llegará más lejos, seguramente y yo en mi destino llegaré cansado y usted, en idéntico lugar dispondrá de la frescura suficiente como para llegar a un lugar más lejano, ambición que seguramente conseguirá.
Ser ambiciosos, contra todo pronóstico, así nos lo enseñan los talentos bíblicos, no es malo, todo lo contrario. Ser ambicioso en buena lid, ser más capaz que otros, poder llegar más lejos en determinada carrera que otros, no es malo, es muy sano y muy recomendable para la supervivencia y el instinto de conservación y mejora continua del ser humano. Sobre todo porque las ambiciones pueden ser de muchos colores; la más conocida es la económica, pero hay otras que hablan de afectos, de sentirse queridos o de logros personales, de sentirse útiles o simplemente la de ser feliz.
En este mapa de los destinos cada persona tenernos una determinada ciudad término, un objetivo (lamentablemente hay quienes no saben a dónde quieren llegar, al no haber un destino no paran de dar vueltas sobre sí mismos en círculos concéntricos que no llevan a ningún lugar y corren el riesgo de, tras mucho recorrer, volver a llegar al mismo punto de partida) al que pretendemos llegar. Igual que no hay dos pueblos iguales, en esta España nuestra, tampoco tiene porqué haber dos destinos iguales, cada uno tenemos el nuestro, las direcciones (las ambiciones) pueden ser las mismas para muchos de nosotros, pero las distancias que seamos capaces de recorrer dependerán única y exclusivamente de nosotros mismos; de nuestra preparación, entrenamiento, combustible, ganas, ilusión y capacidad de esfuerzo; cada uno con la suya.
¿Sabe a donde quiere ir? ¿Quiere ir a donde sabe que puede llegar? ¿Ha planificado la ruta? ¿Piensa que es tarde? (nunca lo es justo antes de empezar) ¿admira a quienes han llegado lejos en la dirección que usted ambiciona? Si tiene, si tenemos, respuesta a estas preguntas, pongámonos en marcha en la dirección deseada y sintiendo el viento en la cara, disfrutemos del camino que, en muchos casos, es más hermoso que el propio destino. Buena suerte.
Quizá a usted le ha sucedido en alguna ocasión en que se ha puesto en viaje, en coche, a un lugar distante y una población que se encuentre a medio camino le parece una distancia adecuada, incluso su grado de fatiga en ese punto intermedio es normal, aceptable, está a medio camino de la distancia final que es su objetivo de llegada; en este caso un pueblo pequeño al comienzo del recorrido ni siquiera es tenido en cuenta como punto de referencia. Ahora bien cuando ese lugar intermedio se convierte en el punto de destino, el pequeño pueblo se convierte en un hito en nuestro camino y el destino en una meta lograda con esfuerzo y cansancio consumado. ¿Qué pretendo decir? Que todos, absolutamente todos, recorreremos el camino que nos hayamos trazado con las ganas y la energía que se correspondan con el objetivo, con la distancia que pretendamos o necesitemos recorrer y nos sentiremos más frescos, con independencia de lo que hayamos recorrido, en función del objetivo que nos hayamos marcado, estemos en el punto que estemos. Por este motivo grandes personajes en la Historia, y en nuestra pequeña historia del entorno particular de cada uno de nosotros, han sido capaces de conseguir grandes logros con un esfuerzo equivalente al que a nosotros nos hubiera dejado sin fuelle, pues nuestras ambiciones eran mucho más limitadas que las suyas.
Si en su recorrido una determinada población, un objetivo que para mi es destino, para usted es terreno de transición, usted llegará más lejos, seguramente y yo en mi destino llegaré cansado y usted, en idéntico lugar dispondrá de la frescura suficiente como para llegar a un lugar más lejano, ambición que seguramente conseguirá.
Ser ambiciosos, contra todo pronóstico, así nos lo enseñan los talentos bíblicos, no es malo, todo lo contrario. Ser ambicioso en buena lid, ser más capaz que otros, poder llegar más lejos en determinada carrera que otros, no es malo, es muy sano y muy recomendable para la supervivencia y el instinto de conservación y mejora continua del ser humano. Sobre todo porque las ambiciones pueden ser de muchos colores; la más conocida es la económica, pero hay otras que hablan de afectos, de sentirse queridos o de logros personales, de sentirse útiles o simplemente la de ser feliz.
En este mapa de los destinos cada persona tenernos una determinada ciudad término, un objetivo (lamentablemente hay quienes no saben a dónde quieren llegar, al no haber un destino no paran de dar vueltas sobre sí mismos en círculos concéntricos que no llevan a ningún lugar y corren el riesgo de, tras mucho recorrer, volver a llegar al mismo punto de partida) al que pretendemos llegar. Igual que no hay dos pueblos iguales, en esta España nuestra, tampoco tiene porqué haber dos destinos iguales, cada uno tenemos el nuestro, las direcciones (las ambiciones) pueden ser las mismas para muchos de nosotros, pero las distancias que seamos capaces de recorrer dependerán única y exclusivamente de nosotros mismos; de nuestra preparación, entrenamiento, combustible, ganas, ilusión y capacidad de esfuerzo; cada uno con la suya.
¿Sabe a donde quiere ir? ¿Quiere ir a donde sabe que puede llegar? ¿Ha planificado la ruta? ¿Piensa que es tarde? (nunca lo es justo antes de empezar) ¿admira a quienes han llegado lejos en la dirección que usted ambiciona? Si tiene, si tenemos, respuesta a estas preguntas, pongámonos en marcha en la dirección deseada y sintiendo el viento en la cara, disfrutemos del camino que, en muchos casos, es más hermoso que el propio destino. Buena suerte.
Un año de amor
Luz Casal nos ofrecía, años atrás, “Un año de amor”. Dado que estamos a comienzos de un nuevo año y salvando las inmensas diferencias, yo quisiera también cantar por un Año de Amor, de amor y pasión por el trabajo bien hecho, y por las personas con las que nos relacionamos en todos los aspectos de nuestras vidas. Amor por todo lo que hacemos, a lo que nos dedicamos.
Como tengo la suerte de compartir mis ideas con usted y con otras personas de manera presencial, últimamente tengo la costumbre de preguntar, a todos los afortunados que tienen un trabajo: “Y usted ¿cómo considera que hace su trabajo?” La respuesta, casi siempre es: “Bien”. Claro, esta bondad, a secas, de nuestro trabajo, en estos tiempos, es condición necesaria, pero no suficiente para tener éxito en nuestro desempeño profesional. Como consumidores, compradores o usuarios de un servicio estamos dispuestos a pagar el precio justo de aquello que precisamos, pero lo adquiriremos allí donde percibamos implicación, compromiso, en suma, amor por lo que se hace. No, hacerlo sólo “bien” ya no es suficiente, tenemos que hacer nuestras tareas entre “muy bien” y “excelente”. Todo lo que esté por debajo de esos niveles el mercado lo rechazará y sólo lo aceptará si el precio, el reducido precio, lo justifica o la obligatoriedad, casi siempre de lo público, así lo exige.
Quizá al leer estas torpes palabras piense que me refiero sólo a la actividad comercial de quien presta el servicio y no, no es sólo así. El valor de lo que hacemos no es sólo de las personas que están en primera línea de “juego” con otras personas. Tanto en empresas como en instituciones todos estamos entrelazados, como las multimillonarias sinapsis de nuestros neuronales pensamientos, todo tiene que ver con todo. Usted operario, funcionario, comerciante, profesional de la sanidad, contable, vendedor, directivo, am@ de casa o educador, todos los que producimos y generamos valor estamos obligados a la excelencia en nuestros desempeños, a dedicarnos en cuerpo y alma y con pasión a aquello que nos permite ganarnos las habichuelas y además sirve de forja para nuestra satisfacción y profesionalidad.
¿No es cierto que tenemos que trabajar para vivir? Esa es nuestra maldición bíblica al expulsarnos del paraíso de la abundancia hacia el infierno de la escasez. ¿No es cierto que debemos dedicar buena parte de nuestra existencia al trabajo? Pues mire, si lo hacemos con pasión, con implicación, con compromiso y por supuesto con todos los parabienes de la legalidad y de nuestros derechos como trabajadores, si así lo hacemos, conseguiremos, además de beneficiar a otros con nuestras interacciones, la excelencia en el trabajo: que el trabajo deje de ser un trabajo.
En el fondo, y en la superficie, nos merece la pena. Creo que es mejor que el tiempo de trabajo sea satisfactorio a que sea una tortura, la nuestra y la de todos los que nos rodean. Prefiero un año de amor... por lo que hago y por lo que soy.
Como tengo la suerte de compartir mis ideas con usted y con otras personas de manera presencial, últimamente tengo la costumbre de preguntar, a todos los afortunados que tienen un trabajo: “Y usted ¿cómo considera que hace su trabajo?” La respuesta, casi siempre es: “Bien”. Claro, esta bondad, a secas, de nuestro trabajo, en estos tiempos, es condición necesaria, pero no suficiente para tener éxito en nuestro desempeño profesional. Como consumidores, compradores o usuarios de un servicio estamos dispuestos a pagar el precio justo de aquello que precisamos, pero lo adquiriremos allí donde percibamos implicación, compromiso, en suma, amor por lo que se hace. No, hacerlo sólo “bien” ya no es suficiente, tenemos que hacer nuestras tareas entre “muy bien” y “excelente”. Todo lo que esté por debajo de esos niveles el mercado lo rechazará y sólo lo aceptará si el precio, el reducido precio, lo justifica o la obligatoriedad, casi siempre de lo público, así lo exige.
Quizá al leer estas torpes palabras piense que me refiero sólo a la actividad comercial de quien presta el servicio y no, no es sólo así. El valor de lo que hacemos no es sólo de las personas que están en primera línea de “juego” con otras personas. Tanto en empresas como en instituciones todos estamos entrelazados, como las multimillonarias sinapsis de nuestros neuronales pensamientos, todo tiene que ver con todo. Usted operario, funcionario, comerciante, profesional de la sanidad, contable, vendedor, directivo, am@ de casa o educador, todos los que producimos y generamos valor estamos obligados a la excelencia en nuestros desempeños, a dedicarnos en cuerpo y alma y con pasión a aquello que nos permite ganarnos las habichuelas y además sirve de forja para nuestra satisfacción y profesionalidad.
¿No es cierto que tenemos que trabajar para vivir? Esa es nuestra maldición bíblica al expulsarnos del paraíso de la abundancia hacia el infierno de la escasez. ¿No es cierto que debemos dedicar buena parte de nuestra existencia al trabajo? Pues mire, si lo hacemos con pasión, con implicación, con compromiso y por supuesto con todos los parabienes de la legalidad y de nuestros derechos como trabajadores, si así lo hacemos, conseguiremos, además de beneficiar a otros con nuestras interacciones, la excelencia en el trabajo: que el trabajo deje de ser un trabajo.
En el fondo, y en la superficie, nos merece la pena. Creo que es mejor que el tiempo de trabajo sea satisfactorio a que sea una tortura, la nuestra y la de todos los que nos rodean. Prefiero un año de amor... por lo que hago y por lo que soy.
Manos que no damos... ¿Qué esperamos?
A comienzos de este año les escribía a todos mis amigos y clientes un pequeño texto en el que trasladaba todos mis deseos para el 2012 y decía:
¿Qué le pido al Nuevo Año? No le pido nada, no espero nada, eso sí le ofrezco lo siguiente:
1. Esfuerzo, para tener más y mejor trabajo.
2. Imaginación, para crear nuevas oportunidades.
3. Una posición amigable con los demás, para facilitar relaciones positivas y duraderas.
4. Confianza en mí y en los demás, para generar más confianza (de lo que estamos muy necesitados).
5. Optimismo, para esperar mejores cosas del futuro que del pasado.
6. Emociones, para seguir enriqueciéndome y enriqueciendo a los demás.
7. Sacrificio, para cuando las cosas se ponen difíciles.
8. Estímulos, para superar las etapas que me lleven a la meta.
9. Humildad, para seguir creyendo que no soy lo suficientemente bueno y capaz en lo que hago.
10. Generosidad, para no tener nunca que esperar a dar para recibir y
11. Esperanza, para creer que lo mejor siempre está por llegar.
Estos 11 compromisos le ofrezco al 2012 y, por supuesto, también a ti”.
Quizá nos hemos acostumbrado, o nos han acostumbrado, a que tenemos que ser demandantes, peticionarios, exigentes, etc. Pero no nos damos cuenta de que para poder recoger antes hay que sembrar, para poder recibir uno tiene que dar, de otro modo no suele ser posible y este “cuento” yo soy el primero que se lo tiene que aplicar.
El maná, desde los tiempos bíblicos, nunca ha vuelto a caer del cielo y todo lo que es gratis al final cuesta más de lo que pensábamos o tenía una intencionalidad perversa para cobrar peaje por otros medios.
Y usted pensará ¿a qué viene todo esto? Pues viene a que quiero defender la cultura del esfuerzo, de la dedicación, del trabajo para conseguir un resultado; viene porque creemos que por nacer en un estado del bienestar (últimamente más del bienestoy y menos del bienestás) somos acreedores de todo tipo de derechos y ninguna obligación. Muchos expertos en pedagogía, casi todos los educadores y muchos padres de familia, estamos convencidos de que se ha propiciado alguna que otra generación de personas hiper protegidas, con la tarjeta de crédito repleta de derechos sin obligaciones y en donde todo o casi todo era gratis (se pide, se extiende la mano y se obtiene) y este es un caldo de cultivo muy peligroso, sobre todo para los tiempos que corren.
Prefiero pensar que debemos inculcar en nuestros vástagos la cultura del esfuerzo, del premio a la consecución de un logro, de aportar trabajo y esfuerzo para conseguir lo que se desea. Como decía la serie de televisión de los años 80, “la fama cuesta”, y generalmente todo lo que tiene valor, más bien a lo que se lo hemos dado (un objeto, una relación personal, un anhelo), nos suele costar algo. Las cuestas cuestan porque cuestan y cuando uno llega a la cima con esfuerzo, la satisfacción es grande; somos seres que valoramos la contraprestación, la remuneración del esfuerzo. Ya sabemos, a caballo regalado no le solemos mirar el diente.
¿Qué le pido al Nuevo Año? No le pido nada, no espero nada, eso sí le ofrezco lo siguiente:
1. Esfuerzo, para tener más y mejor trabajo.
2. Imaginación, para crear nuevas oportunidades.
3. Una posición amigable con los demás, para facilitar relaciones positivas y duraderas.
4. Confianza en mí y en los demás, para generar más confianza (de lo que estamos muy necesitados).
5. Optimismo, para esperar mejores cosas del futuro que del pasado.
6. Emociones, para seguir enriqueciéndome y enriqueciendo a los demás.
7. Sacrificio, para cuando las cosas se ponen difíciles.
8. Estímulos, para superar las etapas que me lleven a la meta.
9. Humildad, para seguir creyendo que no soy lo suficientemente bueno y capaz en lo que hago.
10. Generosidad, para no tener nunca que esperar a dar para recibir y
11. Esperanza, para creer que lo mejor siempre está por llegar.
Estos 11 compromisos le ofrezco al 2012 y, por supuesto, también a ti”.
Quizá nos hemos acostumbrado, o nos han acostumbrado, a que tenemos que ser demandantes, peticionarios, exigentes, etc. Pero no nos damos cuenta de que para poder recoger antes hay que sembrar, para poder recibir uno tiene que dar, de otro modo no suele ser posible y este “cuento” yo soy el primero que se lo tiene que aplicar.
El maná, desde los tiempos bíblicos, nunca ha vuelto a caer del cielo y todo lo que es gratis al final cuesta más de lo que pensábamos o tenía una intencionalidad perversa para cobrar peaje por otros medios.
Y usted pensará ¿a qué viene todo esto? Pues viene a que quiero defender la cultura del esfuerzo, de la dedicación, del trabajo para conseguir un resultado; viene porque creemos que por nacer en un estado del bienestar (últimamente más del bienestoy y menos del bienestás) somos acreedores de todo tipo de derechos y ninguna obligación. Muchos expertos en pedagogía, casi todos los educadores y muchos padres de familia, estamos convencidos de que se ha propiciado alguna que otra generación de personas hiper protegidas, con la tarjeta de crédito repleta de derechos sin obligaciones y en donde todo o casi todo era gratis (se pide, se extiende la mano y se obtiene) y este es un caldo de cultivo muy peligroso, sobre todo para los tiempos que corren.
Prefiero pensar que debemos inculcar en nuestros vástagos la cultura del esfuerzo, del premio a la consecución de un logro, de aportar trabajo y esfuerzo para conseguir lo que se desea. Como decía la serie de televisión de los años 80, “la fama cuesta”, y generalmente todo lo que tiene valor, más bien a lo que se lo hemos dado (un objeto, una relación personal, un anhelo), nos suele costar algo. Las cuestas cuestan porque cuestan y cuando uno llega a la cima con esfuerzo, la satisfacción es grande; somos seres que valoramos la contraprestación, la remuneración del esfuerzo. Ya sabemos, a caballo regalado no le solemos mirar el diente.
lunes, 17 de enero de 2011
El Nobel del paro o enseñar a pescar en lugar de dar peces
Nos lo tenían que confirmar, lo que para muchos era evidente. Tenían que venir de fuera para decirnos lo que nos pasa por dentro. Diamond, Mortensen y Pissarides, los tres premios Nobel de Economía de este año, reconocidos por sus trabajos en la modelización de las fricciones que se producen entre la oferta y la demanda de trabajo, nos confirman que las prestaciones por desempleo más generosas dan lugar a un mayor paro y a períodos de búsqueda de empleo (sin encontrarlo) más largos.
Este Nobel no es una novela, no es una ficción inventada, aunque la sabiduría popular siempre nos ha dicho que es mejor enseñar a pescar que dar peces; dicen estos economistas que mejor que indemnizar en exceso es ofrecer oportunidades de mejora y capacitación profesional que se ajusten a la demanda real de mercado. Nos recuerdan que tras una crisis siempre se producen desajustes entre los sectores de la economía que mueren y aquellos que surgen y que requieren unas capacitaciones distintas con una profesionalidad más específica. Y esto sólo lo consigue una formación adecuada a los nuevos tiempos.
Los cambios de hoy traerán los empleos de mañana, las posibilidades que brindan estos cambios son las tierras abonadas del empleo del futuro, el mañana lo tenemos que preparar hoy. ¿Alguien tiene alguna duda a este respecto?
¿Qué tenemos que hacer? Usted, yo, cualquiera en estos tiempos, si queremos aprovechar las oportunidades que surgen en nuestro entorno tenemos que tener, a mi juicio, tres ingrediente esenciales para poder prosperar. El primero y más importante es reconocer la necesidad de reciclar nuestros conocimientos y capacitaciones (en ocasiones simplemente consiste en revisar aquello que es esencial en tiempos de cambio y recordar principios elementales en lo que debe ser nuestro desempeño). En segundo lugar es tener el convencimiento de que queremos ir adelante, de que el pasado es pasado y no mueve molino, y que deseamos adaptarnos a las nuevas circunstancias. Esto siempre se ha llamado “querer”. Y en tercer lugar, para que querer sea poder, necesitamos adquirir las nuevas habilidades, los nuevos conocimientos, el barniz (aunque, en ocasiones, también deberemos acuchillar los suelos de nuestra mente, para que pueda impregnarse el barniz) que nos permita ser productivos para otros o para nosotros mismos, conforme al reto que cada uno tenga planteado y al riesgo que acepte o pueda asumir.
Con esos tres ingredientes el paro dejará de ser una lacra, pero para todo ello se necesita esfuerzo. El personal, que es doble: de un lado para desprender lo que se aprendió y que hoy no sirve y de otro para dedicar tiempo a tareas que, de entrada, nos son costosas hasta que no tomamos el hábito de aprender a aprender, de nuevo. El otro gran esfuerzo lo tienen que poner las instituciones para apoyar e incentivar que si queremos peces nos tenemos que mojar el culto.
Este Nobel no es una novela, no es una ficción inventada, aunque la sabiduría popular siempre nos ha dicho que es mejor enseñar a pescar que dar peces; dicen estos economistas que mejor que indemnizar en exceso es ofrecer oportunidades de mejora y capacitación profesional que se ajusten a la demanda real de mercado. Nos recuerdan que tras una crisis siempre se producen desajustes entre los sectores de la economía que mueren y aquellos que surgen y que requieren unas capacitaciones distintas con una profesionalidad más específica. Y esto sólo lo consigue una formación adecuada a los nuevos tiempos.
Los cambios de hoy traerán los empleos de mañana, las posibilidades que brindan estos cambios son las tierras abonadas del empleo del futuro, el mañana lo tenemos que preparar hoy. ¿Alguien tiene alguna duda a este respecto?
¿Qué tenemos que hacer? Usted, yo, cualquiera en estos tiempos, si queremos aprovechar las oportunidades que surgen en nuestro entorno tenemos que tener, a mi juicio, tres ingrediente esenciales para poder prosperar. El primero y más importante es reconocer la necesidad de reciclar nuestros conocimientos y capacitaciones (en ocasiones simplemente consiste en revisar aquello que es esencial en tiempos de cambio y recordar principios elementales en lo que debe ser nuestro desempeño). En segundo lugar es tener el convencimiento de que queremos ir adelante, de que el pasado es pasado y no mueve molino, y que deseamos adaptarnos a las nuevas circunstancias. Esto siempre se ha llamado “querer”. Y en tercer lugar, para que querer sea poder, necesitamos adquirir las nuevas habilidades, los nuevos conocimientos, el barniz (aunque, en ocasiones, también deberemos acuchillar los suelos de nuestra mente, para que pueda impregnarse el barniz) que nos permita ser productivos para otros o para nosotros mismos, conforme al reto que cada uno tenga planteado y al riesgo que acepte o pueda asumir.
Con esos tres ingredientes el paro dejará de ser una lacra, pero para todo ello se necesita esfuerzo. El personal, que es doble: de un lado para desprender lo que se aprendió y que hoy no sirve y de otro para dedicar tiempo a tareas que, de entrada, nos son costosas hasta que no tomamos el hábito de aprender a aprender, de nuevo. El otro gran esfuerzo lo tienen que poner las instituciones para apoyar e incentivar que si queremos peces nos tenemos que mojar el culto.
67, 68, 69 y 70
Recientemente una cadena de televisión hacía pública una encuesta en la que el 93% de la población española estaba en contra de la prolongación de la vida laboral hasta los 67 años. Claro; lo que a uno le extraña de esta encuesta es que haya un 7% de españoles que estén a favor. Pero, como dice un viejo refrán español, no se puede sorber y lamer al mismo tiempo; o trabajamos más o la caja se nos quedará vacía.
Hace ahora cien años, la esperanza de vida de un español medio era de aproximadamente 40 años. Aquellos hombres y mujeres no disfrutaban de los beneficios sociales de una sana jubilación, básicamente porque no hubieran llegado a cumplir los años precisos para este fin (salvo que la jubilación fuera a los 35, cosa harto difícil por entonces).
La edad en la que una persona abandona la actividad laboral en estos últimos años está rondando los 61 años. Pensemos que, para una mujer con una vida prevista en la actualidad de 82 años, esto significa que el Estado (que se nos olvida que somos todos) debe cubrir las necesidades mínimas vitales de esa persona, gastos de sanidad incluidos, durante más de 20 años. En sus inicios, esta prestación estaba pensada para cubrir los últimos cinco años de vida de una persona.
Según cálculos precisos, salvo desastre personal y social, cuando quien les escribe se pueda jubilar la esperanza de vida de un hombre español será de 83 años. Hemos de entender que la esperanza de vida computa toda la vida de una persona, incluyendo en ese valor medio a todos aquellos que fallecen antes de llegar a esa edad; es decir que quienes cumplan 65 años tendrán más posibilidades de llegar, y también superar, los 83 años de esperanza media.
La jubilación viene a ser un plan de pensiones en el que el Estado, en función de nuestras aportaciones, nos garantiza unos determinados ingresos hasta el final de nuestros días. Pero si efectivamente fuera un plan de pensiones, como los que de carácter privado suscribimos para completar o mejorar (quiera Dios que no sean para salvaguardar) nuestra pretendida jubilación, la institución financiera correspondiente nos revertirá justo lo que hayamos aportado más los intereses devengados, ni más ni menos. Es lógico, ¿no? ¿Y cómo es que pretendemos que con la Administración Pública suceda de manera diferente? Pienso que estamos en lo de siempre: lo que es de todos no es de nadie y el Estado nos tiene que garantizar nuestros supuestos derechos, aunque sea materialmente inviable. Por cierto, en un plan privado de pensiones a uno le cuentan sus aportaciones desde el preciso momento en que lo contrata, no con respecto a lo que haya ingresado en los últimos años. ¿Por qué con lo público queremos que suceda distinto de lo que aceptamos y entendemos en el ámbito privado? Digo esto porque la racionalidad económica no nos va a permitir otro escenario que el de que lo que cobremos, cuando nos jubilemos, se corresponda con toda la vida laboral de un cotizante y ponemos el grito en el cielo porque se pretende elevar ese cómputo a los últimos 25 años de vida laboral. No puede ser de otro modo, salvo que consigamos que el dinero salga de debajo de las piedras (no lo he intentado pero lo imagino harto difícil).
No se vaya usted a pensar, querido lector, que quien suscribe estas líneas no estaría mucho más satisfecho si pudiera jubilarse con 50 ó 52 años como tantos compatriotas han hecho durante los dos últimos decenios en nuestro país; me encantaría. De ese modo podría dedicarme a hacer quizá lo mismo que ahora hago, pero con la tranquilidad de desempeñar una tarea por el mero placer de ser útil y aprovechar las limitadas capacidades que uno tiene, sin más obligación. Casi todas las actividades que nos nacen de modo voluntario son mucho más gratificantes que aquellas en las que no nos queda más remedio que desempeñarlas para poder ganarnos el sustento diario; es condición humana.
Igual que con toda persona que me inspira aprecio o cariño, entre las que me incluyo, si su ventura jubilar se ha producido con más presteza de la habitual, me alegro y mucho, pero nunca dejo de pensar y de decir que, desde un punto de vista económico y social, es un despropósito. No es soportable ni asumible. Imaginemos que las cuotas a la Seguridad Social, con la intención de cubrir la jubilación, se sufragaran mediante un impuesto municipal y que cada ayuntamiento llevara a cabo la prestación correspondiente a sus pobladores. Pensemos, por ejemplo, en un ayuntamiento de 100 vecinos en donde 25 son menores de 25 años, 50 son potencialmente activos y 25 jubilados. Cada vecino en activo tiene que cubrir todos los gastos vitales de otro vecino, es decir tiene que trabajar para él mismo y para otro, y la esperanza de vida de estos residentes es de 85 años. ¿Cree usted que ese ayuntamiento se podría permitir que sus vecinos dejaran su vida laboral a los 61 años? No, ¿verdad? Pues vayámonos a dentro de 30 años, multipliquemos esa cifra por 480.000 y ese mismo escenario será el que presida nuestra sociedad. Y no quiero pensar en el modo en que mirarían determinados vecinos “activos” a todos los jubilosos viendo que cada vez cumplen más años…
Por supuesto que es muy reivindicativo, muy “social”, y todo lo maravilloso que queramos, el estar en contra de la ampliación de la edad de jubilación. Al escribir estas líneas parece que uno estuviera echando piedras contra su propio tejado, pues lo políticamente correcto es defender que nos paguen, cuanto más y por menos, mejor. Insisto, me encantaría poder jubilarme mañana mismo, como a cualquiera, pero tengo claro que este año la fecha de jubilación quedará en 67 años y que irá subiendo paulatinamente a 68, 69 y, seguramente, a los 70 el día en que, si llego allá, pueda jubilarme.
La conclusión de la idea que quiero transmitirle es que, como en muchas otras circunstancias de nuestras vidas, lo mejor suele ser enemigo de lo posible y aquí, con nuestras pensiones, o jugamos todos o rompemos la baraja. Yo no quiero que se rompa; ¿usted?
Hace ahora cien años, la esperanza de vida de un español medio era de aproximadamente 40 años. Aquellos hombres y mujeres no disfrutaban de los beneficios sociales de una sana jubilación, básicamente porque no hubieran llegado a cumplir los años precisos para este fin (salvo que la jubilación fuera a los 35, cosa harto difícil por entonces).
La edad en la que una persona abandona la actividad laboral en estos últimos años está rondando los 61 años. Pensemos que, para una mujer con una vida prevista en la actualidad de 82 años, esto significa que el Estado (que se nos olvida que somos todos) debe cubrir las necesidades mínimas vitales de esa persona, gastos de sanidad incluidos, durante más de 20 años. En sus inicios, esta prestación estaba pensada para cubrir los últimos cinco años de vida de una persona.
Según cálculos precisos, salvo desastre personal y social, cuando quien les escribe se pueda jubilar la esperanza de vida de un hombre español será de 83 años. Hemos de entender que la esperanza de vida computa toda la vida de una persona, incluyendo en ese valor medio a todos aquellos que fallecen antes de llegar a esa edad; es decir que quienes cumplan 65 años tendrán más posibilidades de llegar, y también superar, los 83 años de esperanza media.
La jubilación viene a ser un plan de pensiones en el que el Estado, en función de nuestras aportaciones, nos garantiza unos determinados ingresos hasta el final de nuestros días. Pero si efectivamente fuera un plan de pensiones, como los que de carácter privado suscribimos para completar o mejorar (quiera Dios que no sean para salvaguardar) nuestra pretendida jubilación, la institución financiera correspondiente nos revertirá justo lo que hayamos aportado más los intereses devengados, ni más ni menos. Es lógico, ¿no? ¿Y cómo es que pretendemos que con la Administración Pública suceda de manera diferente? Pienso que estamos en lo de siempre: lo que es de todos no es de nadie y el Estado nos tiene que garantizar nuestros supuestos derechos, aunque sea materialmente inviable. Por cierto, en un plan privado de pensiones a uno le cuentan sus aportaciones desde el preciso momento en que lo contrata, no con respecto a lo que haya ingresado en los últimos años. ¿Por qué con lo público queremos que suceda distinto de lo que aceptamos y entendemos en el ámbito privado? Digo esto porque la racionalidad económica no nos va a permitir otro escenario que el de que lo que cobremos, cuando nos jubilemos, se corresponda con toda la vida laboral de un cotizante y ponemos el grito en el cielo porque se pretende elevar ese cómputo a los últimos 25 años de vida laboral. No puede ser de otro modo, salvo que consigamos que el dinero salga de debajo de las piedras (no lo he intentado pero lo imagino harto difícil).
No se vaya usted a pensar, querido lector, que quien suscribe estas líneas no estaría mucho más satisfecho si pudiera jubilarse con 50 ó 52 años como tantos compatriotas han hecho durante los dos últimos decenios en nuestro país; me encantaría. De ese modo podría dedicarme a hacer quizá lo mismo que ahora hago, pero con la tranquilidad de desempeñar una tarea por el mero placer de ser útil y aprovechar las limitadas capacidades que uno tiene, sin más obligación. Casi todas las actividades que nos nacen de modo voluntario son mucho más gratificantes que aquellas en las que no nos queda más remedio que desempeñarlas para poder ganarnos el sustento diario; es condición humana.
Igual que con toda persona que me inspira aprecio o cariño, entre las que me incluyo, si su ventura jubilar se ha producido con más presteza de la habitual, me alegro y mucho, pero nunca dejo de pensar y de decir que, desde un punto de vista económico y social, es un despropósito. No es soportable ni asumible. Imaginemos que las cuotas a la Seguridad Social, con la intención de cubrir la jubilación, se sufragaran mediante un impuesto municipal y que cada ayuntamiento llevara a cabo la prestación correspondiente a sus pobladores. Pensemos, por ejemplo, en un ayuntamiento de 100 vecinos en donde 25 son menores de 25 años, 50 son potencialmente activos y 25 jubilados. Cada vecino en activo tiene que cubrir todos los gastos vitales de otro vecino, es decir tiene que trabajar para él mismo y para otro, y la esperanza de vida de estos residentes es de 85 años. ¿Cree usted que ese ayuntamiento se podría permitir que sus vecinos dejaran su vida laboral a los 61 años? No, ¿verdad? Pues vayámonos a dentro de 30 años, multipliquemos esa cifra por 480.000 y ese mismo escenario será el que presida nuestra sociedad. Y no quiero pensar en el modo en que mirarían determinados vecinos “activos” a todos los jubilosos viendo que cada vez cumplen más años…
Por supuesto que es muy reivindicativo, muy “social”, y todo lo maravilloso que queramos, el estar en contra de la ampliación de la edad de jubilación. Al escribir estas líneas parece que uno estuviera echando piedras contra su propio tejado, pues lo políticamente correcto es defender que nos paguen, cuanto más y por menos, mejor. Insisto, me encantaría poder jubilarme mañana mismo, como a cualquiera, pero tengo claro que este año la fecha de jubilación quedará en 67 años y que irá subiendo paulatinamente a 68, 69 y, seguramente, a los 70 el día en que, si llego allá, pueda jubilarme.
La conclusión de la idea que quiero transmitirle es que, como en muchas otras circunstancias de nuestras vidas, lo mejor suele ser enemigo de lo posible y aquí, con nuestras pensiones, o jugamos todos o rompemos la baraja. Yo no quiero que se rompa; ¿usted?
Las empresas enfermas
Uno de los aspectos que más nos desmerecen en comparación con los países de nuestro entorno es el de nuestra baja productividad. En este sentido habría mucho que hablar sobre nuestro grado de empleabilidad y la aplicación de nuestros propios recursos humanos en el trabajo productivo en las empresas. Dentro de estas las hay más o menos productivas en función del grado de salud de las mismas. Las hay más sanas y las hay más enfermas y creo que usted y yo tenemos claro cuáles serán las que mejor afronten estos tiempos de virtuosismo empresarial.
Sí señor, tenemos empresas enfermas. Y de entre todas las razones que llego a distinguir para poder diagnosticar, con toda humildad, a una empresa como enferma encuentro tres síntomas que permiten medir su grado de enfermedad.
El primero de ellos es la rutina que padecen quienes trabajan en empresas con esta enfermedad. La rutina convierte la imaginación y la creatividad en pasto de las llamas del más de lo mismo. La rutina nos embrutece, hace que nuestras capacidades productivas funcionen al ralentí, no hay estímulos, todo es igual que ayer y el fruto de nuestros esfuerzos se limita al cobro de la nómina del mes correspondiente, no hay mayor gratificación. Dicen los expertos que cerca de un 50% de nuestro tiempo de trabajo es rutinario, y cuanto mayor sea más se limitará la creación de valor en la empresa. Más aún cuando el imperativo de hoy es hacer las cosas diferentes para poder diferenciarnos de nuestra competencia y que el cliente reconozca ese valor y pague por ello.
Un síntoma más complejo y que requiere un tratamiento más de choque para poder solventar sus efectos es el de la “departamentalitis”. Adam Smith destacó las ventajas del trabajo especializado, en cadena, pero su extremo puede llevar a la extremaunción de las empresas. La “departamentalitis” no es otra cosa que el hecho de que en una empresa, que responde al mercado bajo el paraguas de una misma marca, de una misma enseña, actúe internamente en compartimentos estancos. Compartimentos independientes unos de otros de modo que las sinergias, los beneficios de compartir esfuerzos, se ven anulados por áreas que en base a sus cuotas de poder o a sus personalismos prefieren navegar en solitario, frente al bien común del conjunto de la propia empresa.
El tercer síntoma es el del “siempre se hizo así”, es el eslogan del inmovilismo más extenuante, el de la aceptación de que cualquier tiempo futuro nunca será mejor que el pasado. Este síntoma está muy ligado a otro menos dañino, pero no por ello igual de común, que es el de “si te mueves no sales en la foto”, también de gran repercusión en el inmovilismo de muchas de las acciones de omisión que brillan en el universo empresarial. En ocasiones comento que si prevaleciera el “siempre se hizo así” estaríamos admirando al inventor de la rueda cuadrada destacando lo bien que rueda y se desplaza. Cuando este síntoma es agudo lo del I+D+i es un insulto a la propia tradición de los modos de actuación de toda la vida, de los que siempre han imperado y que nadie que no quiera salir en la foto puede atreverse a cambiar.
Estoy convencido de que todos los empleados o empleadores que reconozcamos estos síntomas en nuestras empresas al menos tendremos un punto a nuestro favor: reconoceremos nuestro grado de enfermedad y podremos empezar a poner el remedio con procesos de trabajo innovadores. Aprendiendo a formarnos en mayores y mejores habilidades en nuestros desempeños laborales, en el primer caso de los síntomas; con el aprendizaje de las ventajas del trabajo en equipo (sin personalismos) en el segundo, y con el premio e incentivo a que las personas que quieren aplicar procesos de innovación en sus empresas sean valoradas y reconocidas independientemente de los éxitos o de los fracasos que obtengan, valorando el intento, más que el propio resultado que se haya conseguido.
Son muchas las personas que día a día me comentan de las ventajas de la crisis que hemos padecido, en el sentido de que permitirá pulir, mejorar y sanear la actividad productiva de nuestras empresas y el valor y reconocimiento de quienes trabajamos en ellas. Lamentablemente las crisis traen consigo el lastre del desempleo, de los recursos ociosos que como sociedad no estamos dispuestos a pagar pues ya nos han dejado de aportar el valor que antaño le reconocíamos. Esto es duro, muy duro. Pero si queremos mejorar de las enfermedades, de los virus que estamos padeciendo como sociedad en general, y como empresas en particular, no nos queda más remedio que potenciar todo lo que hacemos bien y reconocer lo que hacemos no tan bien como primer paso para poder resolver este marasmo productivo, empresarial, de consumo y social que ahora estamos viviendo. ¡A su salud!
Sí señor, tenemos empresas enfermas. Y de entre todas las razones que llego a distinguir para poder diagnosticar, con toda humildad, a una empresa como enferma encuentro tres síntomas que permiten medir su grado de enfermedad.
El primero de ellos es la rutina que padecen quienes trabajan en empresas con esta enfermedad. La rutina convierte la imaginación y la creatividad en pasto de las llamas del más de lo mismo. La rutina nos embrutece, hace que nuestras capacidades productivas funcionen al ralentí, no hay estímulos, todo es igual que ayer y el fruto de nuestros esfuerzos se limita al cobro de la nómina del mes correspondiente, no hay mayor gratificación. Dicen los expertos que cerca de un 50% de nuestro tiempo de trabajo es rutinario, y cuanto mayor sea más se limitará la creación de valor en la empresa. Más aún cuando el imperativo de hoy es hacer las cosas diferentes para poder diferenciarnos de nuestra competencia y que el cliente reconozca ese valor y pague por ello.
Un síntoma más complejo y que requiere un tratamiento más de choque para poder solventar sus efectos es el de la “departamentalitis”. Adam Smith destacó las ventajas del trabajo especializado, en cadena, pero su extremo puede llevar a la extremaunción de las empresas. La “departamentalitis” no es otra cosa que el hecho de que en una empresa, que responde al mercado bajo el paraguas de una misma marca, de una misma enseña, actúe internamente en compartimentos estancos. Compartimentos independientes unos de otros de modo que las sinergias, los beneficios de compartir esfuerzos, se ven anulados por áreas que en base a sus cuotas de poder o a sus personalismos prefieren navegar en solitario, frente al bien común del conjunto de la propia empresa.
El tercer síntoma es el del “siempre se hizo así”, es el eslogan del inmovilismo más extenuante, el de la aceptación de que cualquier tiempo futuro nunca será mejor que el pasado. Este síntoma está muy ligado a otro menos dañino, pero no por ello igual de común, que es el de “si te mueves no sales en la foto”, también de gran repercusión en el inmovilismo de muchas de las acciones de omisión que brillan en el universo empresarial. En ocasiones comento que si prevaleciera el “siempre se hizo así” estaríamos admirando al inventor de la rueda cuadrada destacando lo bien que rueda y se desplaza. Cuando este síntoma es agudo lo del I+D+i es un insulto a la propia tradición de los modos de actuación de toda la vida, de los que siempre han imperado y que nadie que no quiera salir en la foto puede atreverse a cambiar.
Estoy convencido de que todos los empleados o empleadores que reconozcamos estos síntomas en nuestras empresas al menos tendremos un punto a nuestro favor: reconoceremos nuestro grado de enfermedad y podremos empezar a poner el remedio con procesos de trabajo innovadores. Aprendiendo a formarnos en mayores y mejores habilidades en nuestros desempeños laborales, en el primer caso de los síntomas; con el aprendizaje de las ventajas del trabajo en equipo (sin personalismos) en el segundo, y con el premio e incentivo a que las personas que quieren aplicar procesos de innovación en sus empresas sean valoradas y reconocidas independientemente de los éxitos o de los fracasos que obtengan, valorando el intento, más que el propio resultado que se haya conseguido.
Son muchas las personas que día a día me comentan de las ventajas de la crisis que hemos padecido, en el sentido de que permitirá pulir, mejorar y sanear la actividad productiva de nuestras empresas y el valor y reconocimiento de quienes trabajamos en ellas. Lamentablemente las crisis traen consigo el lastre del desempleo, de los recursos ociosos que como sociedad no estamos dispuestos a pagar pues ya nos han dejado de aportar el valor que antaño le reconocíamos. Esto es duro, muy duro. Pero si queremos mejorar de las enfermedades, de los virus que estamos padeciendo como sociedad en general, y como empresas en particular, no nos queda más remedio que potenciar todo lo que hacemos bien y reconocer lo que hacemos no tan bien como primer paso para poder resolver este marasmo productivo, empresarial, de consumo y social que ahora estamos viviendo. ¡A su salud!
Cualquier tiempo pasado no fue mejor
Muchos de nosotros, ante noticias tan alarmantes como las que traen consigo los atentados terroristas, los asesinatos, la pederastia o los conflictos raciales, religiosos e ideológicos, podemos pensar que estamos ante una sociedad enferma, ante un modo de vida que tiene poco de ésta y mucho de destrucción y de desolación; no nos faltaría razón. Pero mis años, que van sumando, me retrotraen a una época, cuarenta años atrás, en la que había un periódico, El Caso, al que se hacía mucho caso, tanto por los miles que lo leían como por las decenas que daban para llenar sus páginas. El caso es que aquella realidad vista con un prisma lo más objetivo posible, no era tan distinta, en el fondo aunque no en las formas, de la de ahora. Sinceramente creo que, como sociedad y tomando como base el comportamiento de los extremos que siempre la han distinguido, malamente, no hay mucha diferencia entre entonces y hoy.
Sucede que hace cuarenta o cincuenta años nuestra España estaba asentada con toda su población debidamente diseminada. La vida se repartía entre el campo y la ciudad y los hechos luctuosos o criminales aparecían como pequeños destellos en pueblos en los que, hasta entonces, el resto de los ciudadanos nunca había reparado. Tras ese fogonazo el pueblo en cuestión volvía a sumirse, de nuevo, en el anonimato de su normalidad rural y desconocida. Las grandes ciudades no eran tan grandes como lo son en la actualidad. Fíjese, a día de hoy hay catorce ciudades en España que superan la cifra de 300.000 habitantes; urbes lo suficientemente grandes como para que en ellas se pueda acoger todo lo bueno y todo lo malo de una sociedad en cantidad importante como para que sea digno de destacar en cualquier telediario.
Hoy nos concentramos en torno a grandes urbes; el centro de España, como en lo político, se ha despoblado. La gran mayoría vivimos pegados a una costa que suaviza la vida y proporciona importantes ingresos turísticos, mientras que el centro, salvo el oasis capitalino, se vacía de todo lo bueno y, también, de todo lo malo.
Nuestros actuales tiempos no son tan desmerecidos de otros anteriores y si queremos ir a mejor el único camino contra los males sociales es la educación, la cultura y el cultivo de los sanos afectos.
Sucede que hace cuarenta o cincuenta años nuestra España estaba asentada con toda su población debidamente diseminada. La vida se repartía entre el campo y la ciudad y los hechos luctuosos o criminales aparecían como pequeños destellos en pueblos en los que, hasta entonces, el resto de los ciudadanos nunca había reparado. Tras ese fogonazo el pueblo en cuestión volvía a sumirse, de nuevo, en el anonimato de su normalidad rural y desconocida. Las grandes ciudades no eran tan grandes como lo son en la actualidad. Fíjese, a día de hoy hay catorce ciudades en España que superan la cifra de 300.000 habitantes; urbes lo suficientemente grandes como para que en ellas se pueda acoger todo lo bueno y todo lo malo de una sociedad en cantidad importante como para que sea digno de destacar en cualquier telediario.
Hoy nos concentramos en torno a grandes urbes; el centro de España, como en lo político, se ha despoblado. La gran mayoría vivimos pegados a una costa que suaviza la vida y proporciona importantes ingresos turísticos, mientras que el centro, salvo el oasis capitalino, se vacía de todo lo bueno y, también, de todo lo malo.
Nuestros actuales tiempos no son tan desmerecidos de otros anteriores y si queremos ir a mejor el único camino contra los males sociales es la educación, la cultura y el cultivo de los sanos afectos.
Un año de amor
Luz Casal nos ofrecía, años atrás, “Un año de amor”. Dado que estamos a comienzos de un nuevo año y salvando las inmensas diferencias, yo quisiera también cantar por un Año de Amor, de amor y pasión por el trabajo bien hecho, y por las personas con las que nos relacionamos en todos los aspectos de nuestras vidas. Amor por todo lo que hacemos, a lo que nos dedicamos.
Como tengo la suerte de compartir mis ideas con usted y con otras personas de manera presencial, últimamente tengo la costumbre de preguntar, a todos los afortunados que tienen un trabajo: “Y usted ¿cómo considera que hace su trabajo?” La respuesta, casi siempre es: “Bien”. Claro, esta bondad, a secas, de nuestro trabajo, en estos tiempos, es condición necesaria, pero no suficiente para tener éxito en nuestro desempeño profesional. Como consumidores, compradores o usuarios de un servicio estamos dispuestos a pagar el precio justo de aquello que precisamos, pero lo adquiriremos allí donde percibamos implicación, compromiso, en suma, amor por lo que se hace. No, hacerlo sólo “bien” ya no es suficiente, tenemos que hacer nuestras tareas entre “muy bien” y “excelente”. Todo lo que esté por debajo de esos niveles el mercado lo rechazará y sólo lo aceptará si el precio, el reducido precio, lo justifica o la obligatoriedad, casi siempre de lo público, así lo exige.
Quizá al leer estas torpes palabras piense que me refiero sólo a la actividad comercial de quien presta el servicio y no, no es sólo así. El valor de lo que hacemos no es sólo de las personas que están en primera línea de “juego” con otras personas. Tanto en empresas como en instituciones todos estamos entrelazados, como las multimillonarias sinapsis de nuestros neuronales pensamientos, todo tiene que ver con todo. Usted operario, funcionario, comerciante, profesional de la sanidad, contable, vendedor, directivo, am@ de casa o educador, todos los que producimos y generamos valor estamos obligados a la excelencia en nuestros desempeños, a dedicarnos en cuerpo y alma y con pasión a aquello que nos permite ganarnos las habichuelas y además sirve de forja para nuestra satisfacción y profesionalidad.
¿No es cierto que tenemos que trabajar para vivir? Esa es nuestra maldición bíblica al expulsarnos del paraíso de la abundancia hacia el infierno de la escasez. ¿No es cierto que debemos dedicar buena parte de nuestra existencia al trabajo? Pues mire, si lo hacemos con pasión, con implicación, con compromiso y por supuesto con todos los parabienes de la legalidad y de nuestros derechos como trabajadores, si así lo hacemos, conseguiremos, además de beneficiar a otros con nuestras interacciones, la excelencia en el trabajo: que el trabajo deje de ser un trabajo.
En el fondo, y en la superficie, nos merece la pena. Creo que es mejor que el tiempo de trabajo sea satisfactorio a que sea una tortura, la nuestra y la de todos los que nos rodean. Prefiero un año de amor... por lo que hago y por lo que soy.
Como tengo la suerte de compartir mis ideas con usted y con otras personas de manera presencial, últimamente tengo la costumbre de preguntar, a todos los afortunados que tienen un trabajo: “Y usted ¿cómo considera que hace su trabajo?” La respuesta, casi siempre es: “Bien”. Claro, esta bondad, a secas, de nuestro trabajo, en estos tiempos, es condición necesaria, pero no suficiente para tener éxito en nuestro desempeño profesional. Como consumidores, compradores o usuarios de un servicio estamos dispuestos a pagar el precio justo de aquello que precisamos, pero lo adquiriremos allí donde percibamos implicación, compromiso, en suma, amor por lo que se hace. No, hacerlo sólo “bien” ya no es suficiente, tenemos que hacer nuestras tareas entre “muy bien” y “excelente”. Todo lo que esté por debajo de esos niveles el mercado lo rechazará y sólo lo aceptará si el precio, el reducido precio, lo justifica o la obligatoriedad, casi siempre de lo público, así lo exige.
Quizá al leer estas torpes palabras piense que me refiero sólo a la actividad comercial de quien presta el servicio y no, no es sólo así. El valor de lo que hacemos no es sólo de las personas que están en primera línea de “juego” con otras personas. Tanto en empresas como en instituciones todos estamos entrelazados, como las multimillonarias sinapsis de nuestros neuronales pensamientos, todo tiene que ver con todo. Usted operario, funcionario, comerciante, profesional de la sanidad, contable, vendedor, directivo, am@ de casa o educador, todos los que producimos y generamos valor estamos obligados a la excelencia en nuestros desempeños, a dedicarnos en cuerpo y alma y con pasión a aquello que nos permite ganarnos las habichuelas y además sirve de forja para nuestra satisfacción y profesionalidad.
¿No es cierto que tenemos que trabajar para vivir? Esa es nuestra maldición bíblica al expulsarnos del paraíso de la abundancia hacia el infierno de la escasez. ¿No es cierto que debemos dedicar buena parte de nuestra existencia al trabajo? Pues mire, si lo hacemos con pasión, con implicación, con compromiso y por supuesto con todos los parabienes de la legalidad y de nuestros derechos como trabajadores, si así lo hacemos, conseguiremos, además de beneficiar a otros con nuestras interacciones, la excelencia en el trabajo: que el trabajo deje de ser un trabajo.
En el fondo, y en la superficie, nos merece la pena. Creo que es mejor que el tiempo de trabajo sea satisfactorio a que sea una tortura, la nuestra y la de todos los que nos rodean. Prefiero un año de amor... por lo que hago y por lo que soy.
Besos y Abrazos
En las pasadas Navidades me ha llamado la atención un fenómeno que hace tiempo vengo observando: la vida está muy cara, pero sobre todo en afectos, en muestras de cariño. ¿Qué nos hemos hecho unos a otros para merecer esto?
Los convencionalismos sociales, que en este caso son bienvenidos, nos animan a saludar con mayor o menor efusividad en función del afecto que nos una con una persona. Besos y abrazos son muestras de cariño y si no lo son, si son ortopédicos, somos capaces de percibirlo y en ese caso nos pueden generar rechazo. Ahora bien, cuando los afectos son sinceros ¿qué nos limita a ser expresivos en ellos? ¿La supuesta debilidad trasnochada del que no es un macho ibérico? ¿El pensamiento enrevesado de que existe una intencionalidad distinta de la evidente? ¿Que nos perciban como más “fáciles” o débiles por nuestra emocionalidad? Sinceramente me cuesta pensar en qué nos puede impedir algo así.
Me decía días atrás una persona muy querida por mí al abrazarla y desearla unas Felices Navidades: “Lo siento Antonio, es que yo no soy muy de abrazos”. La neurología cada vez tiene más evidencias que demuestran que como seres emocionales, más que animales racionales, necesitamos el contacto físico, el beso, la caricia, el abrazo y, cómo no, la sonrisa auténtica y afectuosa. Es de cajón que nuestra psique quiere lo que nosotros queremos y siente con todo el sentimiento que nuestra educación, nuestras experiencias y el afecto recibido en el pasado nos permiten.
Hay además todo un catálogo de comportamientos artificiales en el mundo de los saludos; los estrechamiento de manos por puro compromiso, las manos flácidas que parece que sólo sirven para restregarse en otras manos, los besos al aire, las caras, sobre todo femeninas, en las que prima más el maquillaje exterior que el interior, los abrazos sonoros, casi siempre masculinos y cargados de artificio. Con lo fácil y sencillo que es dar un buen abrazo, cuando se siente, un abrazo de calor y color o un beso sentido en labios que transmiten lo que nuestro corazón nos dicta.
No rechacemos nunca un abrazo sincero, cualquier muestra de cariño o de afecto que se entregue sin resquicios. Dejemos impregnarnos por la riqueza emocional de los demás pues en afectos, cuanto más duros nos hagamos, al final más blandos y más frágiles seremos. Y más vulnerables a las descargas emocionales negativas, las que nos hacen enfermar y percibir la vida como una tortura y no como un espacio para la relación satisfactoria que es lo que usted, yo y todos buscamos. Y quienes menos dicen necesitarlo, son los que, en el fondo, más carecen de ello.
Besos y abrazos a todos y cada uno de ustedes.
Los convencionalismos sociales, que en este caso son bienvenidos, nos animan a saludar con mayor o menor efusividad en función del afecto que nos una con una persona. Besos y abrazos son muestras de cariño y si no lo son, si son ortopédicos, somos capaces de percibirlo y en ese caso nos pueden generar rechazo. Ahora bien, cuando los afectos son sinceros ¿qué nos limita a ser expresivos en ellos? ¿La supuesta debilidad trasnochada del que no es un macho ibérico? ¿El pensamiento enrevesado de que existe una intencionalidad distinta de la evidente? ¿Que nos perciban como más “fáciles” o débiles por nuestra emocionalidad? Sinceramente me cuesta pensar en qué nos puede impedir algo así.
Me decía días atrás una persona muy querida por mí al abrazarla y desearla unas Felices Navidades: “Lo siento Antonio, es que yo no soy muy de abrazos”. La neurología cada vez tiene más evidencias que demuestran que como seres emocionales, más que animales racionales, necesitamos el contacto físico, el beso, la caricia, el abrazo y, cómo no, la sonrisa auténtica y afectuosa. Es de cajón que nuestra psique quiere lo que nosotros queremos y siente con todo el sentimiento que nuestra educación, nuestras experiencias y el afecto recibido en el pasado nos permiten.
Hay además todo un catálogo de comportamientos artificiales en el mundo de los saludos; los estrechamiento de manos por puro compromiso, las manos flácidas que parece que sólo sirven para restregarse en otras manos, los besos al aire, las caras, sobre todo femeninas, en las que prima más el maquillaje exterior que el interior, los abrazos sonoros, casi siempre masculinos y cargados de artificio. Con lo fácil y sencillo que es dar un buen abrazo, cuando se siente, un abrazo de calor y color o un beso sentido en labios que transmiten lo que nuestro corazón nos dicta.
No rechacemos nunca un abrazo sincero, cualquier muestra de cariño o de afecto que se entregue sin resquicios. Dejemos impregnarnos por la riqueza emocional de los demás pues en afectos, cuanto más duros nos hagamos, al final más blandos y más frágiles seremos. Y más vulnerables a las descargas emocionales negativas, las que nos hacen enfermar y percibir la vida como una tortura y no como un espacio para la relación satisfactoria que es lo que usted, yo y todos buscamos. Y quienes menos dicen necesitarlo, son los que, en el fondo, más carecen de ello.
Besos y abrazos a todos y cada uno de ustedes.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)